jueves, 5 de abril de 2012

COLEGIO DE LA PAPELERA ESPAÑOLA, S.A.

"LAS BARRERAS" DEL FERROCARRIL

Tras cumplir los cinco años dejé el colegio de las monjas carmelitas para ingresar en el colegio privado de los trabajadores de la empresa donde trabajaba mi padre: La Papelera Española, . El colegio era un edificio -todavía existente- ubicado junto a la misma fábrica de la que había oído hablar a mis padres desde que nací.
El horario de colegio coincidía con el de mi padre en la oficina. Cada mañana, a las nueve menos cuarto, salía de casa cogido de la mano de mi padre. Desde mi casa a la puerta de la fábrica no había más de doscientos metros en línea recta pero, en medio, había hasta hace muy poco una barrera infranqueable: el ferrocarril. Teníamos que dar un rodeo recorriendo La Rambla, en paralelo a las vías del tren, hasta la Plaza de España (más conocida entonces por "la de los autobuses" a Barcelona), y girar a la derecha por la Calle Mayor hasta el paso a nivel de las vías situado a unos cien metros. Si las barreras, barreras potentes, estaban abiertas, podíamos atravesar las vías y, a unos cincuenta metros, a mano derecha, comenzaba la calle Nicolás Mª Urgoiti que terminaba en la fábrica de La Papelera Española. El paseo nos ocupaba unos diez minutos como máximo pero, para mí era un gran paseo.
En aquellos años hacía mucho frío en los meses de enero y febrero, mucho más frío que ahora, y llovía con más frecuencia. En esos meses, al salir a la calle, muchas veces me encontraba charcos helados al pasar por la Rambla. Me encantaba ir rompiendo el hielo en cada charco dando taconazos. Era emocinante oir aquel crujido y dejar los trozos de hielo roto como si se tratara de cristales. Tanto me entusiasmaba con aquella tarea que siempre conseguía agotar la paciencia de mi padre al ver que se nos hacía tarde a los dos. ¡Qué frío hacía entonces! Cuando yo caminaba encogido de hombros y tiritando mi padre me daba una patada en el trasero diciéndome: ¡Culo adentro, pecho fuera! Aquellos paseos hasta el colegio se parecían mucho a un desfile militar.
Los primeros viajes al colegio me impresionaron muchísimo. Las calles estaban muy concurridas a esa hora de la mañana. Todo el mundo parecía ir al mismo sitio, y así era en realidad. Frente a la fábrica de mi padre estaba la fábrica de la Seda de Barcelona, la más grande del Prat. Es muy probable que, en aquella época, más del 70% de la población activa del pueblo trabajara en una de esas dos fábricas. Entre las dos daban trabajo a más de tres mil personas en los años cincuenta.
Los trabajadores tenían dos tipos de horarios: a jornada partida y a turnos o relevos. Los horarios solían coincidir en ambas fábricas. Trabajaba tanta gente entre estas dos grandes fábricas que el ir y venir de sus trabajadores marcaba las pautas de vida en el pueblo. Si uno se encontraba en la Plaza de España durante la media hora previa a un cambio de relevo en las fábricas, veía llegar a los trabajadores desde las calles Major, Centre y Anselm Clavé, todos en dirección a las barreras para cruzar las vías y llegar a las fábricas. Era un flujo disperso, sin aglomeraciones. Cada uno pasaba casi siempre por allí a su hora y caminando a su ritmo particular. Después de unos minutos de calma en que la plaza quedaba casi desierta, antes de transcurridos cinco minutos del cambio de relevo en las fábricas, una corriente humana desembocaba en la plaza dispersándose rápidamente a paso ligero; no se sabía si huían de las fábricas, o es que el hambre les empujaba hacia casa donde la mesa ya debía estar preparada.

Ahora recuerdo que siendo muy niño, cuando todavía iba la colegio de las monjas, al rato de llegar a casa para comer después de ir a clase, sonaban unas potentes sirenas que avisaban del final de la jornada en las fábricas. ¿Oyes? -decía mi madre-Ya pronto llegará Papá. La gente reconocía las sirenas de cada fábrica y a qué hora sonaban. ¡A cuántos les habrá salvado la sirena estando en casa... como a otros la campana en el ring!

El horario de trabajo de mi padre, y el mío, no coincidía con el personal de relevos de las fábricas. Con nosotros se desplazaban trabajadores de oficinas, mucho menos en número que los primeros. A pesar de ello, a mi me parecía que había mucha, mucha tente a mi alrededor.
Algo que me impresionó... y que me dio miedo a pesar de ir con mi padre, fue cuando al ir a colegio por primera vez me encontré con las barreras del ferrocarril cerradas porque iba a pasar un tren. Mi padre se enfadó porque íbamos justos de tiempo. Tiró de mi mano llevándome a una puerta que había en la acera de la izquierda. Me cogió en brazos y nos metimos en un lugar muy oscuro: un túnel subterráneo que pasaba por debajo de las vías. Aquel túnel venía a ser como un urinario público de emergencia; cuando las barreras estaban abiertas nadie bajaba, y ello permitía a quien estaba en apuros bajar allí para desahogarse a placer. Por otra parte, en aquellos tiempos solían romper las lámparas para robar las bombillas y llevárselas a casa. Todo estaba absolutamente oscuro y olía fatal; yo no sabía a qué olía, pero no me gustó nada. Bajamos las escaleras inmersos en la oscuridad y un gran murmullo de decenas de personas que iban por delante, detrás y cruzándose con nosotros, todos hablando fuerte y muy enfadados. No nos tropezamos con nadie a pesar de que íbamos deprisa. Por lo visto aquello era una experiencia tan frecuente como odiada por todo el mundo. El túnel no tenía más de metro y medio de anchura, lo cual obligaba a todos a ir bien arrimados a su derecha. ¡Qué alivio cuando salimos a la luz y aire puro, creí que me asfixiaba!

Las barreras del paso a nivel han sido algo muy especial para la gente de El Prat. Eran tan populares como la iglesia, el ayuntamiento o el campo de fútbol. Durante decenas de años han supuesto un gran inconveniente y tema de polémica. Más que un cuello de botella para la movilidad de la mayoría de los trabajadores - y la de todos los vecinos del lado Norte de las vías (Prat Nord)- aquello era como el estrechamiento de un reloj de arena. Los pratenses odiábamos tanto a este tinglado como un prisionero puede odiar sus grilletes.
Las barreras, las que daban nombre a este engendro, eran, tal como yo las ví por primera vez, unos pesados paneles rodantes hechos con gruesas vigas de hierro. Colocados a ambos lados de las vías impedían el paso de peatones y vehiculos cuando se acercaba un tren. En un principio debían tener una altura de 1.60 m. y una longitud superior al ancho total de la calle Major (10 m. quizás), que era la que "cruzaba" las vías.
Quiero detenerme en explicar lo imponentes que eran aquellas barreras. El contorno de cada barrera estaba hecho con unas vigas que no tenían menos de 15 cm. de ancho. Ese marco rectángulo, con algún que otro refuerzo transversal del mismo calibre, estaba relleno por una cuadrícula formada por vigas de unos 30 a 50 mm. de ancho que formaba una celosía con unos huecos por los que no podía pasar un niño, no más de 25 cm. de lado.
¿Cuántas toneladas pesaba aquella pared móvil? No lo sé con seguridad pero apuesto que superaba las dos toneladas. Todo aquello se movía gracias a un sistema de ruedas y carriles metálicos y con la fuerza de ¡un sólo motor humano! Cada vez que sonaba un timbre avisando de que se aproximaba un tren, el responsable... rectifico: el RESPONSABLE de cerrar las barreras -y de las vidas de mucha gente- salía rápidamente de su garita y comenzaba su castigo. ¿Os imagináís lo que costaba poner en movimiento aquellos mazacotes a una única persona? Aquello era inhumano. Primero una barrera y luego la otra.
Aquel hombre se partía el lomo cada vez que sonaba el timbre. Los transeuntes se apresuraban a cruzar y nadie arrimaba el hombro para ayudarle, ni siquiera cuando ya estaban al otro lado de las vías. Lo contrario sucedía cuando llegaba el momento de abrir las barreras: la gente que iba llegando se aplicaba de inmediato a empujar en cuanto el responsable quitaba el seguro. ¿Lo hacían por solidaridad o porque tenían prisa? Creo, sinceramente, que había de todo.
A pesar de lo rústico e imponente de las barreras, siempre hubo fantasmas que alardeaban saltándolas cuando se las encontraban cerradas. Echaban un vistazo por si veían el tren y cruzaban pero, de cuando en cuando, el tren pillaba a alguien. Medida de prevención: sobre las barreras soldaron una reja que la elevaban a casi dos metros. ¡Todavía más trabajo para el motor! Aún así yo recuerdo ver a muchos saltar las barreras.
Por fin llegó la modernidad: se eliminó el puesto de trabajo del guardián de las barreras y se pusieron ¡barreras automáticas! ¡Qué disparate! Pusieron una barrera basculante a cada lado pero cubriendo solo el lado derecho, dejando el lado de contradirección libre. Eso podía funcionar así en otros países pero no aquí y entonces. Aquí somos demasiado pícaros. Tanto los peatones como los vehículos (con su conductor racional dentro) no se detenían ante su barrera cerrada; asomaban el morro colándose por el lado izquierdo, miraban y se decidían, o no, a cruzar. ¿Cuántos han muerto por actuar así? No lo sé, perdí la cuenta. Por fin, con motivo del soterramiento de las vías con las obras del Ave, vimos desaparecer las malditas vías.

Desde aquí quiero rendir mi modesto homenaje a aquellos hombres que durante más de cincuenta años velaron celosamente por el cumplimiento de su trabajo, que no era otro que preservar las vidas de todos los que por allí de dos a cuatro veces al día. Nunca he tenido noticia de ningún accidente imputable a aquellos responsables de las barreras. Muchas gracias a todos ellos.

EL COLEGIO
No recuerdo que sentí cuando vi el colegio de la Papelera por primera vez. Supongo que me pareció inmenso dado que es muy grande  -todavía está en pie- y yo era muy pequeño. Para mí fue una bendición ir a ese colegio; ahora creo que a partir de entonces comencé a vivir los años más felices de mi vida. No tengo ningún recuerdo negativo de él, todo lo contrario, todo me pareció maravilloso durante los cuatro o cinco años que estuve allí. Estoy convencido de que allí se forjó la base de mi personalidad.
El edificio del colegio estaba en una finca contigua a la fábrica. Estaba aislado, rodeado por un terreno que, en su mayor parte, la trasera, era el patio de recreo. En línea con la fachada principal de entrada al colegio había, a ambos lados, unas rejas que separaban el patio de recreo del jardín de la entrada. La planta estaba dividida en tres naves paralelas. Al entrar en el colegio te encontrabas con un pasillo de casi tres metros de ancho (la nave central, la más estrecha) enlosado en mármol blanco y negro como en tablero de ajedrez pero dispuesto en diagonal. En las paredes había un puñado de cuadros con fotografías de sitios y monumentos destacables de toda España.
Sólo entrar, al principio del pasillo, estaban las puertas de las dos clases más grandes del colegio: a la derecha la más grande correspondiente a los alumnos mayores, y a la izquierda, más pequeña, un aula que se utilizaba como salón de actos... o capilla durante el Mes de María. Detrás de esta última estaba la escalera a la clase de los párvulos, arriba, y detrás de la escalera: los servicios. Al fondo del pasillo central había una puerta acristalada por la que se podía ver el patio de recreo.
El patio tenía forma de L. La zona más grande limitaba con las vías del ferrocarril. Allí jugábamos a fútbol y también a frontón. La mitad de la otra parte estaba cubierta, lo que nos permitía resguardarnos en caso de lluvia. En la otra mitad había un níspero y un albaricoquero.
La clase de los mayores era muy larga. Al entrar había un espacio libre, cuadrado, donde se reunían todos los alumnos para regurgitar las lecciones estudiadas frente al Sr. Ortí sentado en su gran pupitre. A partir de ese espacio se encontraban los pupitres de madera (con tinteros de plomo) alineados, ocho alumnos por fila, dejando un pasillo en el centro. Al final había una pequeña puerta, coincidiendo con el centro de la clase, que daba a un estrecho pasillo en el que estaba el despacho de D. Jesús Ortiz, el director, y que salía al pasillo principal. Ese pasillo del despacho es inolvidable para todos los que hemos estudiado aquí; ya hablaremos de eso más tarde.
Me metieron en la clase de párvulos, en el primer piso, con una profesora ya mayor de quien, desafortunadamente, no recuerdo el nombre. Era muy buena mujer, cariñosa y, supongo, buena maestra. Enseguida noté un gran cambio respecto al colegio de las monjas: aquí había disciplina de la buena... y castigo, castigo físico, si te lo ganabas a pulso. Fue un cambio brutal, pero me gustó, sí, de veras. Había unas reglas, si te las saltabas tenías premio. ¡Qué emoción! ¿Lo hago o no lo hago? Te sentías libre, no estaban encima tuyo como en el otro colegio. El castigo con la señorita solía ser golpes flojitos de regla (plana) en la palma de la mano o, en las faltas más serias, en la punta de los dedos puestos en piña. Si intentabas zafarte o esquivar el golpe, tenías ración doble. Esa era la filosofía del colegio, la de la dirección... ¡y la de los alumnos! Por favor, que nadie se escandalice. La vida era así entonces, y celebro haberla vivido de este modo.

Cuando ingresé en este colegio debía ser el año 1953, apenas había pasado 14 años del final de la Guerra Civil. Francisco Franco Bahamonde era casi Dios, aunque él se contentaba por ser Caudillo de España por la Gracia de Dios.
Yo, hasta entonces, no me había dado cuenta de nada de lo que pudiera pasar más allá de mis narices, como era natural en un niño como yo. Pero las cosas cambiaron de repente: ahora, además del crucifijo que presidía la clase, a ambos lados había sendos retratos de dos señores: Franco y José Antonio. Supongo que para los niños de entonces, como yo, aquellos señores eran una especie de santos.
Un buen día, supongo que un lunes por la mañana antes de clase, me pusieron en el pasillo central formado ordenadamente, a lo militar, junto a todos los alumnos del colegio. Yo, junto a los más jóvenes, estaba en primera fila. De pronto comenzaron los compañeros a cantar el Cara al Sol y luego el Himno Nacional mientras se hizaba la bandera española. Después de rezar unas oraciones "rompimos filas" y comenzamos las clases. Así todas las semanas hasta que me fui del colegio cuatro o cinco años más tarde. Por las tardes, antes de terminar las clases, rezábamos el rosario, cada día.

Con la señorita estuve poco tiempo, un año como máximo. Con ella perfeccioné la lectura y las operaciones básicas de aritmética. El recuerdo más potente de aquel tiempo fue la trascendencia que tuvo un acontecimiento histórico: la llegada al puerto de Barcelona del Semiramis, barco que traía desde Rusia a los prisioneros liberados de la División Azul. Aquellos hombres habían sido hechos prisioneros en el frente ruso durante la Segunda Guerra Mundial, luchando junto a los alemanes contra los rusos, enemigos diabólicos de España. Después de luchar junto a Franco en nuestra Guerra Civil y vencer, no tuvieron bastante y se fueron voluntarios a la misma Rusia a luchar contra el comunismo.
La maestra nos habló de ellos como héroes de la Patria, entusiasmada, por no decir "en trance". Yo no sabía entonces de qué estaba hablando aquella señora pero todavía me acuerdo de su sufórico parlamento y, como consecuencia, del acontecimiento.

Cuando pasé a la clase de los mayores con el director, Don Jesús Ortí, el cambio que viví fue tremendo. Allí había chicos de edades comprendidas entre los siete u ocho años y los dieciseis. Los tres años que pasé en esa clase fueron trascendentales para mí en todos los sentidos. En los primeros días de aquella nueva experiencia me sentí insignificante al lado de los compañeros mayores que me parecían gigantes. Don Jesús fue quizás el mejor de los maestros que he tenido en toda mi vida de estudiante.


LA ENSEÑANZA

Era la época de las enciclopedias. No me refiero a esas grandes obras de editorial que han adornado tantas librerías condensando en un puñado de libros "todo el saber de la humanidad". Nuestra enciclopedia era nuestro único libro de texto en el colegio durante la Enseñanza Primaria. En ese único libro se trataban todas las asignaturas del curso: aritmética, geometría, historia, ciencias naturales, historia sagrada, urbanidad, etc. Cada lección a aprender no se extendía más de diez líneas... pero eso sí, se tenían que aprender de memoria (como lo hace un loro, critican ahora) para quedar grabadas para siempre en nuestro disco duro, en el coco. Aquello que aprendímos entonces fue los verdaderos cimientos de nuestra cultura general, unos conocimientos que siempre hemos tenido al abasto sin tener que poner en marcha ningún ordenador.

El Sr. Ortí era de un rigor extraordinario, inflexible. Mantenía un control perfecto de cada uno de los alumnos. No aflojaba en ninguna asignatura, todas eran trascendentales para él, incluída la caligrafía. La disciplina era férrea en clase, no cabía otro sistema con un puñado de salvajes como nosotros. El tiempo estaba perfectamente repartido para dar cabida a todas las materias y actividades.

En aquellos tiempos la caligrafía todavía era una disciplina muy importante. Todos los días rellenábamos una hoja de un cuaderno especial escribiendo con plumilla y tinta. En nuestro colegio sólo se escribía con caligrafía inglesa que consistía, básicamente, en trazar las líneas ascendentes en fino y las descendentes en grueso. Aquello era un verdadero arte. Ahora, cuando me entero de que se imparten cursos de caligrafía china, me acuerdo de nuestras clases. Mientras todos los alumnos escribían, el maestro, regla en mano, recorría la clase por el pasillo central fijándose en cómo lo hacía cada uno de nosotros. Era un rato de alta concentración para nosotros: la espalda recta, el cuaderno inclinado de modo que su diagonal apuntara a los botones de nuestra bata, la mano izquierda apoyada plana sobre el cuaderno y la mano derecha sosteniendo el mango de la pluma entre los dedos pulgar, índice y anular, el dedo índice casi plano sin formar joroba. Se cargaba la plumilla (de corona) con tinta hasta la mitad. Al subir el trazo apenas se presionaba para que saliera fino; al bajar se presionaba la plumilla contra el papel para abrir sus puntas y ensanchar el trazo.
Tal era el rigor en esta actividad que ya para siempre, a cualquier adulto, a través de su caligrafía puede detectársele que ha sido alumno del colegio de La Papelera.
La aritmética también era generosamente trabajada. Cuando yo salí de este colegio a los diez años para hacer el bachillerato en otro sitio, sabía resolver problemas de regla de tres, aligación, repartimientos proporcionales. Salí con una base de conocimientos muy grande que me resultó muy útil durante los dos primeros cursos de bachillerato.
En geometría resolvíamos todo tipo de problemas de áreas y volúmenes. Allí me enseñaron cómo dibujar circunferecias y elíses con una cuerda y un palo, cómo dibujar polígonos regulares y cómo construir recortables que se tranformaban en tetraedros, cubos, prismas, cilindros, pirámides y conos.

La enseñanza de dibujo se basaba en unos cuadernos al efecto que se basaban en copiar dibujos sobre los que estaba rayada una cuadrícula. Junto al dibujo se presentaba otra cuadrícula vacía en la que el alumno tenía que reproducir el original; los cortes de la cuadrícula sobre el dibujo original servían de apoyo o guía para copiar el dibujo.

Era tal la entrega del Sr. Ortí a su trabajo que nos contagiaba su entusiasmo. Todos intentábamos superarnos porque nosotros mismos nos entusiamábamos al ver nuestros propios avances. Eso se ponía de manifiesto los jueves. Nosotros, al contrario del resto de colegios del pueblo, hacíamos fiesta el jueves por la tarde en lugar del sábado por la tarde. Todos los jueves por la mañana D. Jesús nos daba un trabajo para hacer en casa; casi siempre se trataba de un trabajo manual, artístico. Recuerdo muchos de ellos como, por ejemplo, mapas de España con diversos temas: monumentos, personajes históricos, ríos, montañas, productos de agricultura, productos industriales, minas. También construíamos cuerpos geométricos con cartón. Primero dibujábamos su desarrollo en cartulina, la recortábamos, y luego formábamos la figura pegando las pestañas. Esto último era lo que menos me gustaba porque siempre me fallaba la cola. Siempre me pasaba la tarde jugando y hacía el trabajo a última hora, cuando las tiendas estaban cerradas. ¡Llegado el momento nunca tenía pegamento, o cuando lo tenía estaba seco! Entonces yo mismo tenía que prepararme  una cola a base de harina... y aquello no iba muy bien.¡Qué tiempos! En fin, casi siempre íbamos orgullosos a colegio al día siguiente con nuestro flamante trabajo.

EL EQUIPAJE DE COLEGIO

EL RECREO

Y CUANDO LLOVIA... LA VARA

6 comentarios:

  1. Me has emocionado Chema. Yo me formé en el COLEGIO- Tambien he escrito cosas del colegio y de Dn. Jesus. Todo en mi blogg. nenico inspiracion

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  2. Buenos días parece que ya hace tiempo de ese gran recuerdo y de la propia anotación, por lo que he leído soy algo más joven que el autor de la entrada, pero leyendola me he sentido retrotraido a esa época y es que como si la hubiera vuelto a vivir, quizá una época de mi vida un tanto dura, tal vez diferente a la que vivimos hoy día, pero en cualquier caso una parte de mi vida que nunca podré olvidar, un saludo.

    Manel García
    Mollet del Vallès

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  3. Hola Chema. Me gustaria saber quién eres. Soy Jaime Lajara, yo tambien fui al colegio de la paperera. Si quieres darte a conocer, este es mi correo: jaumelajara@gmail.com

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  4. Yo también fui al colegio de la Papelera mi correo es
    torta.manero@gmail.com

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  5. Yo también estudié en la Papelera.... hasta que cerraron en 1983... Afortunadamente... Hice hasta 4° y nos trasladaron a lo que eran colegios reales y no una gran secta que es lo que yo veía ahí dentro....

    Empezar 5° en el colegio Joan Maragall.... Para mí me forjó la vida dentro de que así sí que tenía un sentido estudiar.... El señor Reyo para mi no era mal hombre....pero estaba forjado con el patrón del fascismo.....

    Para mí ese colegio era una Secta.

    Un saludo.
    David Gallardo

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  6. Hola,chicos yo tanvienestube enese colegio,y tanvien tuve una gran experiencia,si el josemanuel García,el boro un gran saludo atodos lo que estuvieron enesa epoca

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