miércoles, 1 de febrero de 2012

COLEGIO DE LAS CARMELITAS DESCALZAS

EL PRIMER DIA DE COLEGIO DE MI VIDA
Cuando me esfuerzo en determinar cual es el primer recuerdo de mi vida, siempre termino recordando mi primer día de colegio en las Carmelitas Descalzas. Todavía siento como mi madre tiraba de mi mano cruzando el casco antiguo del pueblo hasta que por fin llegamos a la calle Casanovas donde todavía sigue el colegio. Según mi madre me contaba cuando yo ya era mayor, no paré de llorar en todo el camino. Al llegar al colegio y ver aquél jolgorio de chavales en la puerta, se disiparon todas mis penas; ni me enteré del beso de despedida de mi madre cuando me entregó a la hermana María. ¡Aquello era espectacular! ¡Qué jaleo!
Del colegio de las monjas, donde estuve de los tres a los cinco años, guardo pocos recuerdos pero muy claros, muy fieles. Recuerdo a todos con uniforme: la bata. ¡Qué difícil era mantenerse quieto en clase! En cambio, era fantástico salir a jugar al patio, un pequeño patio que entonces se me antojaba grandísimo.  Correr, tirarse por el suelo,  jugar con la tierra… ¡y sin Mamá!
Era divertido cuando la monja sacaba del armario unas orejas de burro de cartón y se las ponía como castigo a los niños que se portaban mal en clase. ¿Y las amenazas de encierro en el cuarto de las ratas? Inolvidable. El peor castigo para mí –tan tímido yo- era que me desterraran al  aula de las chicas mayores hasta el final de la clase. Aquello era terrible para mí, supongo que me ponía al rojo blanco, ¡yo sólo rodeado de tantas niñas burlandose de mí!
Una de las cosas que más recuerdo de aquella época fue el descubrimiento de la sobrasada. Me quedé petrificado cuando vi a un compañero comiendo ¡un bocadillo de sangre! A mi no me daba miedo la sangre cuando yo mismo me hacía daño, lo que me daba miedo era el alcohol que venía después. Me dejó perplejo ver cómo aquel chaval devoraba algo tan asqueroso. En cuanto llegué a casa le pedí a mi madre que me comprara aquello… y me gustó mucho cuando por fin lo probé.
¡Dios! Cómo disfrutaba en el recreo jugando en libertad con los amigos. Tener tanto espacio y tantos compañeros de tu edad para jugar en grupo, tirarse de las batas, pelearte por el suelo. Fue entonces cuando experimenté la libertad por primera vez. También estaba la parte aburrida: rezar, rezar y rezar.
Una de las cosas más perdurables en mí desde aquella época de mi vida ha sido el vínculo que tuve con alguno de mis compañeros. Enseguida cambié de colegio, apenas estuve allí dos o tres años, pero a algunos de esos compañeros nunca he dejado de saludarlos cuando me los he encontrado por el pueblo. Con uno de ellos no he vuelto a hablar hasta hace unos meses. Casi sesenta años diciéndonos adiós por la calle y sin que se presentase la oportunidad idónea de pararnos a hablar un rato. ¡Increíble! Hace poco coincidí con él en un bar. Iba acompañado de un amigo común que se paró a saludarme; fue entonces cuando nos saludamos y nos reconocimos formalmente con un apretón de manos.